viernes, 11 de noviembre de 2011

the unbecoming of mara dyer -capitulo 2-3


Después


capitulo 2
Hospital Providence Rhode Island.


Abrí mis ojos. Una persistente máquina pitaba rítmicamente a mi izquierda. Miré a mi derecha. Otra máquina siseaba junta al buró. Mi cabeza dolía y estaba desorientada. Mis ojos lucharon para interpretar las posiciones de las manecillas del reloj al lado de la puerta del baño. Escuché voces fuera de mi habitación. Me senté en la cama del hospital, las finas almohadas se arrugaron debajo de mí, mientras me removía para intentar escuchar. Algo hizo cosquillas a la piel debajo de mi nariz. Un tubo. Traté de mover mis manos para apartarlo pero cuando miré hacia mi cuerpo descubrí más tubos. Agujas encajadas que sobresalían en mi piel. Sentí un tirón mientras movía mis manos y mi estómago cayó hasta mis pies.

—¡Quítenlos! —susurré al aire. Podía ver donde el afilado acero entraba en mis venas. Mi respiración se acortó y un gritó se elevó en mi garganta.

—Quítenlos —dije, más fuerte esta vez.

—¿Qué? —preguntó una voz pequeña, cuyo origen no podía ver.

—¡Quítalos! —grité.

Varios cuerpos llenaron la habitación; Pude ver el rostro de mi padre, frenético y más pálido que de costumbre. —Tranquilízate, Mara.

Y entonces vi a mi pequeño hermano, Joseph, con sus ojos muy abiertos y asustado. Manchas oscuras borraron las caras de todos, y luego todo lo que pude ver era un bosque de agujas y tubos, y sentí esa sensación apretada contra mi piel seca. No podía pensar. No podía hablar. Pero todavía podía moverme. Arañé mi brazo con una mano y arranqué el primer tuvo. El dolor fue violento. Me dio algo en que aferrarme.

—Sólo respira. Estás bien. Estarás bien.

Pero no estaba bien. Ellos no estaban escuchándome, y necesitaba quitarme las agujas. Traté de decírselos, pero la oscuridad crecía, tragándose la habitación.

—¿Mara?

Parpadeé, pero no vi nada. El zumbido y siseo se habían detenido.

—No luches contra esto, cariño.

Mis parpados revolotearon con el sonido de la voz de mi madre. Ella se inclinó sobre mí, ajustándome una de las almohadas, y un mechón de cabello oscuro cayó sobre su piel almendrada. Traté de moverme, pero apenas podía levantar mi cabeza. Vislumbré dos rostros de enfermeras detrás de ella. Una de ellas tenía una mancha roja en su mejilla.

—¿Que está mal conmigo? —susurré con voz ronca. Mis labios se sentían como papel.

Mi madre apartó un mechón sudoroso de cabello de mi rostro. —Te dieron algo para relajarte.

Inhalé. El tubo debajo de mi nariz se había ido. Y los de mis manos, también. Fueron reemplazados por vendas blancas envolviendo mi piel. Manchadas de sangre por la hemorragia.

Algo salió de mi pecho y un profundo suspiro estremeció mis labios. La habitación cambió un poco, ahora las agujas se había ido.

Mire hacia mi padre, sentado cerca de la pared más lejana, mirándome impotente. —¿Qué ocurrió? —pregunté vagamente.

—Tuviste un accidente, cariño —respondió mi madre. Mi padre me miró a los ojos, pero no dijo nada. Mamá estaba encargándose del asunto.

Mis pensamientos eran confusos. Un accidente. ¿Cuándo?

—¿El otro conductor…? —Comencé, pero no pude terminar.

—No fue un accidente de auto, Mara —La voz de mi madre fue calmada. Constante. Era su voz de psicóloga, noté—. ¿Qué es lo último que recuerdas?

Sólo despertar en la habitación del hospital, o ver los tubos unidos a mi piel—más que cualquier cosa—esa pregunta me desalentaba. La miré más de cerca por primera vez. Sus ojos tenían sombras, y sus uñas, normalmente con perfectamente arreglas estaban mordidas.

—¿Qué día es hoy? —pregunté en voz baja.

—¿Qué día crees que es? —Mi madre ama responder preguntas con preguntas.

Froté mis manos sobre mi cara. Mi piel parecía susurrar al entrar en contacto. —¿Miércoles?

Mi madre me miró con precaución. —Domingo.

Domingo. Aparté la mirada de ella, mis ojos vagaron por la habitación del hospital en su lugar. No había notado las flores antes, pero estaban por todas partes. Un jarrón de rosas amarillas estaba justo al lado de mi cama. Las favoritas de Rachel. Una caja con cosas de la casa estaban colocadas en una silla al lado de la cama; Una vieja muñeca de trapo que mi abuela me había dejado cuando era una bebé descansaba con un brazo inerte en el borde.

—¿Qué recuerdas, Mara?

—Tuve un examen de historia el miércoles. Manejé a casa de la escuela y…

Revolví mis pensamientos, mis recuerdos. Yo, entrando en nuestra casa. Agarrando una barra de cereal en la cocina. Caminando hacia mi dormitorio en el primer piso, agarrando mi mochila y tomando Sófocles, la Traquinias. Escribiendo. Luego, dibujé en mi cuaderno de bocetos. Entonces, nada.

Un temor lento y progresivo serpenteó alrededor de mi vientre. —Sólo eso —Le dije, levantando la mirada a su cara.

Un músculo sobre el parpado de mi madre se movió mientras hizo una mueca. —Fuiste al Termelane… —comenzó.

Oh, Dios.

—El edificio colapsó. Alguien reporto eso sobre las tres a. m. Jueves. Cuando la policía llegó, te escucharon.

Mi padre aclaró su garganta. —Estabas gritando.

Mi madre le disparó una mirada antes de girarse hacia mí. —A pesar de la manera en que el edifico se derrumbó, tú fuiste enterrada dentro de una bolsa de aire, en el sótano, pero estaban inconsciente cuando llegaste aquí. Es posible que te desmayaras por deshidratación, pero es posible que algo te cayera encima y te golpeara. Tienes algunas contusiones —dijo ella, empujando a un lado mi cabello.

Miré al lado de ella, y vi su torso que se reflejaba en un espejo sobre el lavabo. Me pregunté cómo tendría “un par de contusiones” cuando una construcción había caído sobre mi cabeza.

Traté de levantarme. Las enfermeras en silencio se tensaron. Actuaban más como guardias.

Mis articulaciones protestaron mientras estiré mi cabeza sobre el cabecero de la cama para ver. Mi madre miro hacia el espejo conmigo. Ella estaba bien; una sombra azulada se desvanecía sobre mi mejilla derecha. Empujé mi cabello oscuro hacia atrás para ver más de mi cuerpo, pero eso era todo. Sobre todo, yo parecía… normal. Normal para mi, y normal, y punto. Mi mirada cambió a mi madre. Éramos tan diferentes. Yo no tenía ninguno de sus exquisitos rasgos de la India; ni su perfecta cara ovalada o su suave cabello negro. En su lugar, mi nariz era la de mi padre, y su mandíbula se reflejaba en la mía. Y excepto por un moretón, no parecía como si un edificio hubiera colapsado sobre mí, en absoluto. Entrecerré mis ojos hacia mi reflejo, entonces me incliné contra mis almohadas y miré hacia el techo.

—Los doctores dijeron que vas a estar bien —mi madre sonrió débilmente—. Puedes venir a casa esta noche si te sientes lo suficientemente bien.

Miré a las enfermeras. —¿Por qué están ellas aquí? —pregunté a mi madre, mirándolas fijamente. Ellas me asustaban.

—Ellas han estado cuidándote desde el miércoles —dijo. Asintió hacia la enfermera con la mejilla enrojecida—. Ella es Carmella —dijo, entonces señaló a la otra enfermera—. Y esta es Linda.

Carmella, la enfermera con la mejilla enrojecida sonrió, pero no era sincera. —Te despertaste algo alterada.

Mi frente se arrugó. Miré a mi madre.

—Entraste en pánico cuando despertaste, y ellas han estado aquí por si despertabas, en caso de que tú… siguieras desorientada.

—Ocurre todo el tiempo —dijo Carmella—. Y si te sientes mejor ahora, podemos irnos.

Asentí, mi garganta estaba seca. —Gracias. Lo siento.

—No hay problema, dulzura —dijo. Sus palabras sonaron falsas. Linda no había dicho ninguna palabra durante todo el tiempo.

—Déjenos saber si necesitas algo —Dieron media vuelta y caminaron de forma sincronizada fuera de la habitación, dejándome a mí y a mi familia a solas.

Me alegré de que se hubieran ido. Y entonces noté que mi reacción con ellas no fue probablemente normal. Tenía que concentrarme en algo más. Mis ojos recorrieron la habitación, y finalmente aterrizaron en el buró, en las rosas. Eran frescas, sin marchitarse. Me pregunté cuando las trajo Rachel.

—¿Vino a visitarme?

El rostro de mi madre se ensombreció. —¿Quién?

—Rachel.

Mi padre hizo un ruido extraño y hasta mi madre, mi práctica y perfecta madre, parecía incómoda.

—No —dijo mi madre—. Esas son de sus padres.

Algo en la manera en que lo dijo me hizo temblar. —Entonces, ella no me ha visitado —dije en voz baja.

—No.

Tenía frío, demasiado frío, pero comencé a sudar. —¿La has llamado?

—No, Mara.

Su respuesta hizo que me dieran ganas de gritar. Alargué mi brazo en su lugar. —Dame tu teléfono. Quiero llamarla.

Mi madre trató de sonreír y fracasó estrepitosamente. —Vamos a hablar de esto más tarde, ¿De acuerdo? Necesitas descansar.

—Quiero llamarla ahora —Mi voz fue casi un gruñido. Estaba cerca de comenzar a gritar.

Mi padre lo sabía. —Ella estaba contigo, Mara. Claire y Jude, también —dijo.

No.

Algo apretó mi pecho y apenas pude conseguir respirar para hablar. —¿Están en el hospital? —pregunté, porque así tenía que ser, a pesar de que sabía la respuesta sólo con mirar la cara de mis padres.

—Ellos no sobrevivieron —dijo mi madre lentamente.

Esto no estaba ocurriendo. Esto no podía estar pasando. Algo viscoso y horrible comenzó a subir por mi garganta.

—¿Cómo? ¿Cómo murieron? —me las arreglé para preguntar.

—El edificio se derrumbó —dijo mi madre calmadamente.

¿Cómo?

—Era un edificio viejo, Mara. Tú sabes eso.

No podía hablar. Por supuesto que sabía eso. Cuando mi padre se mudó a casa en Rhode Islad después de la escuela de leyes, él había representada a la familia de un chico que había quedado atrapado dentro del edificio. Un chico que murió. Daniel me había prohibido ir allí, no era algo que mi perfecto hermano mayor llegaría a hacer. Ni es algo que yo llegara a hacer.

Pero por alguna razón, lo hice. Con Rachel, Claire, y Jude.

Con Rachel. Rachel.

Tuve una repentina imagen de Rachel caminando valientemente al jardín de niños, tomándome de la mano. De Rachel apagando las luces de su dormitorio y diciéndome sus secretos, después de que ella escuchara los míos. No había tiempo para procesar las palabras “Claire y Jude, también”, porque la palabra “Rachel” llenaba mi mente. Sentí las lágrimas calientes bajar por mis mejillas.

—¿Qué pasa si… si ella está atrapada, también? —pregunté.

—Cariño, no. La buscaron. La encontraron… —mi madre se detuvo.

—¿Qué? —demandé, mi voz salió chillona—. ¿Qué encontraron?

Ella me consideró. Me estudió. No dijo nada.

—Dime —dije, mi voz era filosa como una navaja—. Quiero saber.

—Encontraron… sus restos —dijo vagamente—. Se han ido, Mara. Ellos no sobrevivieron.

Restos. Piezas, eso es lo que ella quiso decir. Una oleada de náuseas sacudió mi estómago. Quería vomitar. Miré fijamente las rosas amarillas que la madre de Rachel trajo, cerré con fuerza mis ojos y busqué un recuerdo, cualquier recuerdo, de esa noche. Porque fuimos allí. Que es lo que estábamos haciendo allí. Que los mató.

—Quiero saber todo lo que ocurrió.

—Mara…

Noté su tono conciliador y mis dedos se curvaron en forma de puños alrededor de mis sabanas. Ella estaba tratando de protegerme, pero ella me estaba torturando en cambió.

—Tienes que decirme —supliqué, mi garganta estaba llena con ceniza.

Mi madre me miró con ojos vidriosos y con el corazón roto. —Lo haría si pudiera, Mara. Pero tú eres la única quien lo sabe.

Capítulo 3
capitulo 3


Cementerio Laurelton Memorial, Rhode Island


El sol reflejaba el pulido ataúd de caoba de Rachel, cegándome. Me quede mirándolo, dejando que la luz atravesara mis córneas, con la esperanza de que las lágrimas vinieran. Debería llorar. Pero no podía.

Todo el mundo podía, sin embargo, y lo hacía. Personas con las que ella nunca habló, personas que ni siquiera le agradaban. Todo el mundo de la escuela estaba aquí, reclamando un pedazo de ella. Todos, excepto Claire y Jude. Su funeral sería esa tarde.

Este era un día gris y blanco, un duro día de invierno. Uno de mis últimos.

El viento soplando azotaba mis rizos contra mis mejillas. Un puñado de personas me separaron de mis padres, las siluetas negras contrarrestaban contra los pocos colores, con el cielo indómito. Me estremecí dentro de mi abrigo y lo apreté más fuerte alrededor de mi cuerpo, protegiéndome a mí misma de la mirada fija de mi madre. Ella había estado observando mis reacciones desde que me dieron de alta en el hospital; Ella fue la primera en llegar esa noche cuando mis gritos despertaron a los vecinos, y ella fue la única que me sorprendió llorando en mi armario el día siguiente. Pero fue sólo después de que me encontrara dos días después aturdida y parpadeando y sosteniendo un trozo de espejo roto en mi mano ensangrentada que ella insistió en conseguir ayuda.

Lo que conseguí fue un diagnostico. Estrés post-traumático, dijo el psicólogo. Pesadillas y alucinaciones serían normal en mi vida, aparentemente, y algo en mi comportamiento en el consultorio del psicólogo hizo recomendar un largo periodo en un centro de cuidados.

No podía permitir que eso ocurriera. En cambio, yo recomendé mudarnos.

Recuerdo la manera en que los ojos de mi madre se entrecerraron cuando se lo informe hace un par de días después de esa sesión desastrosa. Con demasiado cuidado. Con demasiada precaución, como si hubiera una bomba debajo de su cama.

—Realmente creo que esto podría ayudar —dije, sin creerlo en absoluto. Pero había tenido la misma pesadilla por dos noches, y el episodio en el espejo no recuerdo aparentemente si fue el primero suceso. El psicólogo estaba exagerando, al igual que mi madre.

—¿Por qué piensas eso? —La voz de mi madre fue casual y natural, pero sus uñas estaban mordidas totalmente.

Traté de recordar la mayoría de la conversación que había tenido con el psicólogo.

—Ella estaba siempre en esta casa… no puedo mirar algo sin pensar en ella. Y si regreso a la escuela, la veo allí, también. Pero quiero regresar a la escuela. Necesito hacerlo. Necesito pensar en otra cosa.

—Hablaré con tu padre sobre esto —dijo ella, sus ojos buscaban en mi rostro. Pude ver en cada arruga en su frente, en cada inclinación en su barbilla, que ella no entendía cómo su hija pudo haber llegado hasta aquí —Cómo pude haberme escapado de la casa y terminar en el última lugar en el que debía estar. Ella me había preguntado demasiadas veces, pero por supuesto que no tenía respuesta.

Escuché la voz de mi hermano de la nada. —Creo que casi ha terminado —dijo Daniel.

Los latidos de mi corazón se volvieron lentos mientras levanté la mirada hacia mi hermano mayor. Y como él predijo, el sacerdote nos pidió a todos inclinar nuestras cabezas y rezar.

Me removí incómoda, el césped débil crujía debajo de mis botas, y miré a mi madre. No éramos religiosos y francamente no estaba segura de que hacer. Si había algún protocolo de cómo debía de comportarme en el funeral de mi mejor amiga, yo no obtuve el memorándum. Pero mi madre inclinó su cabeza, su corto cabello negro cayó contra su perfecta piel mientras me evaluaba, me examinaba, para ver que haría. Aparté la mirada.

Después de una eternidad de segundos, las cabezas se levantaron ansiosas de que esto terminada, y la multitud se disolvió. Daniel estuvo a mi lado mientras mis compañeros de clases tomaban sus turnos para decirme cuando lo lamentaban, prometiendo estar en contacto después de la mudanza. No había asistido a la escuela desde el día del accidente, pero algunos de ellos habían ido a visitarme en el hospital. Probablemente sólo por curiosidad. Nadie me preguntó que ocurrió, y estaba feliz porque no podía decírselos. Yo todavía no lo sabía.

Graznidos penetraron el silencioso ambiente del funeral mientras cientos de aves negras sobrevolaron la zona con su batir de alas. Se pararon sobre un grupo de árboles sin hojas que daba hacia el estacionamiento. Incluso los árboles estaba vestidos de negro.

Me enfrenté a mi hermano. —¿No te estacionaste debajo de esos cuervos?

Asintió, y comenzó a caminar a su auto.

—Genial —dije mientras lo seguía—. Ahora vamos a tener que esquivar la mierda de todo ese rebaño de pájaros.

—Bandada.

Me detuve. —¿Qué?

Daniel se dio la vuelta. —Se llama bandada de cuervos. No un rebaño. Y sí, vamos a tener que esquivar la materia fecal, ¿O quieres irte con mamá y papá?

Sonreí, aliviada sin saber por qué. —Paso.

—Ya pensaba eso.

Daniel me esperaba y estaba agradecida por el escape. Miré hacia atrás para asegurarme de que mi madre no estaba observándome. Pero ella estaba ocupada hablando con la familia de Rachel, a quien nosotros conocíamos desde hace años. Era demasiado fácil olvidar que mis padres dejaban todo detrás, también; mi padre practicaba leyes, mi madre tenía sus pacientes. Y Joseph, a pesar de tener doce, accedió a dejar a sus amigos sin quejarse. Cuando pensaba sobre ello, sabía que había ganado la lotería con mi familia. Hice una nota mental para comportarme de manera obediente con mi madre. Después de todo, no era su culpa por tener que mudarnos.

Era mía.

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